Siempre he tenido un lema en la vida… “no hay tiempo” me repetía una y otra
vez. Recuerdo cuando alguien importante por aquel entonces me dijo que estaba
equivocada, que siempre había tiempo. Eso me hizo pensar, me hizo reflexionar
que todavía era demasiado joven para pensar en eso del tiempo. Hubo una época
en la que viví creyendo que ella tenía razón. Hubo una época en la que confié en
su palabra, y me fue bien. Pero a veces basta con un par de vivencias para que
todo en lo que creías se vaya a pique, para que aquello de lo que te habían
convencido se esfume.
El tiempo es una de las armas más poderosas que el hombre ha tenido y no ha
sabido utilizar. Abusamos de la autoridad que creemos poseer para hacer lo que
queremos cuando queremos, sin tener en cuenta que el tiempo es más que un
simple artefacto con manecillas que marca la hora. ¿Qué pasaría si un día
durase más de veinticuatro horas? ¿Haríamos lo mismo que ahora? ¿O demoraríamos
más las cosas? Total… hay más tiempo, ¿no? Pero no nos damos cuenta de que un
día al mirar hacia atrás nos arrepentiremos de las oportunidades que tuvimos y no
aprovechamos porque pensamos “¿Por qué
hoy habiendo más días?”. Que un día dure más de veinticuatro horas no debe
cambiar nada. El tiempo corre igual. Deberíamos dejar de medir el tiempo en
segundos, horas o días y empezar a medirlo por las cosas que aprovechamos y
pudimos hacer cuando se nos presentaron. Tal vez así valoraríamos más lo que
nos queda por vivir y a las personas con las que tenemos la suerte de compartir
esa magia llamada tiempo.
Porque no somos conscientes de que requerir más tiempo del que disponemos
es una locura, debemos saber cuándo actuar y cuándo esperar. Porque a veces
actuamos antes de tiempo, y otras esperamos tanto que al final siempre acaba
siendo demasiado tarde. Aprender que dependemos del tiempo, que todo en esta
vida tiene fecha de caducidad, y que no hay nada más doloroso que pensar que
algo que necesitamos puede llegar demasiado tarde… Tiempo perdido que jamás
será recuperado.